viernes, 27 de diciembre de 2013

Seis milagros para Virginia

Fue una tarde, una larga tarde, que fuimos con mis padres y hermanos a ver a un cura que se reunía en un conocido estadio de Salta para ayudar a muchísima gente que acudía a él en busca de respuestas. Nosotros también necesitábamos respuestas. Nosotros fuimos en busca de algo que ni la medicina ni ninguna otra ciencia pudieron darnos: un milagro para María Virginia.

Yo sabía que al terminar la noche saldríamos de allí estallando de la felicidad porque finalmente María Virginia podría vernos. Lo sabía, lo sentía en cada uno de mis huesos cada vez que escuchaba al cura decir que alguien de entre el público del inmenso estadio estaba levantándose en ese mismo instante para caminar por sus propios medios, y cuando dijo que un no vidente vería el mundo esa misma noche por primera vez.

En medio de aplausos y llanto y emociones, una conocida le gritó a mi madre desde unos asientos más atrás: -¡Ya te va a tocar a vos, ya te va a tocar a vos, vas a ver! Y cada vez que el cura anunciaba un milagro, todas nuestras miradas se dirigían a María Virginia, esperando que sus ojos por fin pudieran vernos.

Nunca presté atención a lo que estarían pensando mis padres en ese momento. O a cuántos médicos habían consultado o por cuántos hospitales habían pasado antes de estar ahí. Tampoco me pregunté si creían, como yo, que Virginia saldría de allí mirando el mundo con sus propios ojos. Sólo recuerdo que con mis hermanos observábamos obnubilados todo lo que ocurría a nuestro alrededor...

Y así fue. Esa noche los milagros sólo ocurrieron a nuestro alrededor...

Hoy, después de veinte años, quizás el verdadero milagro no sea que Virginia vea, el verdadero milagro ya está aquí, en nosotros y con nosotros. En cada latido de nuestro corazón que nos permite seguir juntos y dándolo todo por ella y por la familia... Ése es el verdadero milagro.

Ése es el milagro en el que continúo creyendo con la misma inocencia de aquella noche en el estadio...

lunes, 9 de diciembre de 2013

Insomnio


Dice la canción: "Insomnio tiene el que no duerme con el campeón que habita en sí".

Hay muchas razones por las que debería saberme una campeona. Sin embargo aquí estoy, a casi las nueve de la mañana, despierta. Esta noche esa canción tiene razón: No soy una campeona. Tampoco estoy durmiendo... Esta noche ni siquiera estoy conmigo, pues justo en el momento en que mi mente comienza a relajarse, mi corazón aprovecha la oportunidad para gritarme la verdad. 

-Ganaste. Le dije. -Te escucho.
-Nunca lo haces, me contestó.

Me quedé callada, sabía que tenía razón, y continué en silencio para escuchar lo que tenía para decir.

-Todo este tiempo he tratado de despertarte, mujer. ¡Pero qué dura eres! Vamos, sabes muy dentro de ti que el sueño de tu vida es ése. ¿Por qué no lo haces? En cambio esperas a que cualquier obstáculo se interponga en tu camino para sacarte el peso de toda decisión. ¿A qué le temes? ¿No puedes poner en riesgo la pseudo-estabilidad que posees sólo por dos minutos? Además, ¿cuál estabilidad? Renuncias a tus sueños por una seguridad que ni siquiera tienes. Sencillamente porque nadie la tiene. Das todo por hecho cuando nada lo está. Cada minuto es un regalo y una oportunidad para que hagas lo que deseas hacer. Y aquí estás, preguntándote por qué sigues despierta. Vamos que sabes que eres una campeona pero te da pavor cumplir tus sueños. ¿Y qué clase de preguntas son ésas?: Que qué viene después, que cuánto dura la satisfacción, ¿que qué sucede luego? Pues déjame decirte algo, mujer, y es que voy a recordarte cada minuto de cada día de cada año que tus sueños siguen allí. Pero escucha claro, no estarán allí por toda la eternidad. Por eso grábate esto ahora: Persigue ese sueño. Haz ese viaje. Toma ese reto. Arriésgate. Cada célula de tu cuerpo te grita "¡Víveme!". Así que deja de preguntarte si dolerá, si perderás algo o cuánto ganarás haciéndolo. Si algún día te equivocas, habrá valido la pena. Habrás vivido, mujer. ¡Habrás vivido!

Y en cuanto terminó de decirlo, cerré los ojos y me dormí...